Si quería enseñarle a mi hijo que el mundo podía ser lo que él quisiera, yo tenía que predicar con el ejemplo.

Esta es la premisa que me grabé a fuego el día que dije bien alto “basta”.

Y ese día en el que vi con claridad el alcance de esa afirmación, lo cambió todo.

El primer paso es saber lo que quieres.

Hasta entonces, todo eran deseos vagos y buenas intenciones que nunca llevaba a cabo. Porque luchar por lo que uno quiere es costoso, requiere esfuerzo, cansa. Es más sencillo postergar la tarea que sabes que es ineludible si quieres llegar a tu objetivo.

Hay tareas muy aburridas, como el papeleo, estudiar, conocer a fondo algo que te resulta ajeno, comprender cómo funcionan las cosas, rectificar, caer y levantarse, darse contra un muro hasta derribarlo sin darte por vencido. Es más fácil dar rodeos y lamentarse porque no encuentras una puerta bien dibujada, entreabierta (a ser posible) con un letrero que te diga “por aquí, Rebeca”.

Yo quería ser fotógrafa. Que la fotografía se fusionara con mi vida y fuera una faceta más, perfectamente integrada. No quería elegir entre trabajo, familia y placer. Lo tenía muy claro. Así que, ¿cuál era el problema?

Que tenía que coger el toro por los cuernos. Entregarme de lleno al estudio de la fotografía, a su práctica, y encontrar mi voz para poder distinguirme del resto de personas que se dedican a esto.

Así que, con mi premisa por estandarte, me metí de lleno a leer cada texto que caía en mis manos y que pudiera servirme para adentrarme en este apasionante mundo de la imagen.

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El segundo paso, es el cambio de chip.

Recuerdo el momento exacto y la foto que estaba haciendo cuando el “clic” se hizo en mi cabeza.

Las redes empezaban a estar de moda y ya existían muchos blogs en los que leer información. Así que sólo tenía que ponerme a ello y dejarme de “peros” que no eran más que miedos que paralizan y que no sirven de nada.

La fotografía era algo que siempre había soñado con hacer, así que me remangué y me prometí a mí misma que iba a disfrutar del proceso, por muy cuesta arriba que se pusiera a veces. Había esperado tanto tiempo para ello, que tenía mucho miedo de estropearlo. Y mimé mi relación con la cámara desde el minuto uno.

Gracias a ese pensamiento, mi cámara se convirtió en mi amiga. Con ella aprendía a disfrutar del camino y no esperar a llegar a ninguna meta grandiosa para poder disfrutar y pensar que lo he conseguido. Simplemente seguir hacia adelante amando cada paso dado.

A día de hoy sigo pensando en esto a menudo. No trazar planes, dejarme llevar por lo que me apetece hacer y ser fiel a lo que entiendo por fotografía. No sé si sería más fácil hacerlo de otra forma, pero yo quiero y necesito hacerlo así, tal y como yo lo entiendo. De lo contrario me estaría siendo infiel y se volvería tan insoportable que resultaría más sencillo mandarlo todo al garete más pronto que tarde.

Los resultados salidos de las entrañas.

Hace una semana comencé con la última edición de Héroes. Este es uno de mis cursos de fotografía más personales. Luego está I Love Me, que supera cualquier nivel de lo personal que pueda medir; me dejo el alma en él y exige la misma intensidad a las alumnas.

Cada vez que comienza una edición de alguno de estos cursos se me mueven las tripas. Será porque los he parido casi de la misma forma que parí a mi hijo, con las entrañas.

No son cursos de fotografía al uso, mi propuesta va más allá de lo obvio a la hora de hacer fotos a nuestros hijos, o de hacernos un autorretrato en el que salgamos guapas.

Mis propuestas son personales, son Rebeca en estado puro.
En uno, muestro mi forma de ver y sentir la maternidad y la infancia. En el otro, mi forma de ser estar y vivir conmigo misma.

Como te decía, con cada edición de estos cursos se me revuelven cosas internas, esas que se me sacudieron el día en el que todo cambió. El día en el que quise ser mejor fotógrafa.

La fotografía tardó en colarse, pero lo hizo por la puerta grande. Y desde entonces ha traído  cosas increíbles a mi vida: grandes personas, la satisfacción que resulta hacer cada día algo que me encanta y, por fin, poder integrar mi vida personal con la profesional.

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Ahora, es tu momento.

Así que, si estás leyendo esto, basta de querer y no hacer. Busca dentro de ti.

Recupera una fotografía de cuando eras adolescente. Obsérvala y piensa, ¿qué querías entonces? ¿Cuáles eran tus objetivos? ¿Los has conseguido? ¿Estás más cerca de alcanzarlos? ¿Han cambiado? ¿Cuáles son ahora?

Y lucha. Ponte a ello. Desgrana ese objetivo que parece demasiado grande para abarcarlo en trozos pequeños. Desmenúzalo. Y comienza por un paso pequeño. Y luego otro. Sin detenerte (tan sólo para coger fuerzas y recuperar el aliento). Y pasito a pasito, irás avanzado hacia eso que quieres. Se puede, de verdad que sí.

Dentro de unos meses te verás más cerca que lejos. Más animada, más feliz. Y espero que entonces me lo cuentes igual que hoy te he contado yo el momento que lo cambió todo para mí y que hizo que quisiera ser mejor fotógrafa.

¡Mucho ánimo!

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